La reforma de nuestro teatro debe empezar por el
destierro de casi todos los dramas que están sobre la escena. No hablo
solamente de aquellos a que en nuestros días se da una necia y bárbara
preferencia; de aquellos que aborta una cuadrilla de hambrientos e ignorantes
poetucos que, por decirlo así, se han levantado con el imperio de las tablas
para desterrar de ellas el decoro, la verosimilitud, el interés, el buen
lenguaje, la cortesanía, el chiste cómico y la agudeza castellana. Semejantes
monstruos desaparecerán a la primera ojeada que echen sobre la escena la razón
y el buen sentido; hablo también de aquellos justamente celebrados entre
nosotros, que algún día sirvieron de modelo a otras naciones y que la porción
más cuerda e ilustrada de la nuestra ha visto siempre y ve todavía con
entusiasmo y delicia. Seré siempre el primero a confesar sus bellezas
inimitables: la novedad de su invención, la belleza de su estilo, la fluidez y
naturalidad de su diálogo, el maravilloso artificio de su enredo, la facilidad
de su desenlace, el fuego, el interés, el chiste, las sales cómicas que brillan
a cada paso en ellos. Pero, ¿qué importa si estos mismos dramas, mirados a la
luz de los preceptos y principalmente a la de la sana razón, están plagados de
vicios y defectos que la moral y la política no pueden tolerar? ¿Quién podrá
negar que en ellos, según la vehemente expresión de un crítico moderno, «se ven
pintados con el colorido más deleitable las solicitudes más inhonestas, los
engaños, los artificios, las perfidias, fugas de doncellas, escalamientos de
casas nobles, resistencias a la justicia, duelos y desafíos temerarios,
fundados en un falso pundonor, robos autorizados, violencias intentadas y
ejecutadas, bufones insolentes, y criados que hacen gala y ganancia de sus
infames tercerías»? Semejantes ejemplos, capaces de corromper la inocencia del
pueblo más virtuoso, deben desaparecer de sus ojos cuanto más antes.
Es por lo mismo necesario sustituir a estos dramas
otros capaces de deleitar e instruir, presentando ejemplos y documentos que
perfeccionen el espíritu y el corazón de aquella clase de personas que más
frecuentará el teatro. He aquí el grande objeto de la legislación: perfeccionar
en todas sus partes este espectáculo, formando un teatro donde puedan verse
continuos y heroicos ejemplos de reverencia al Ser supremo y a la religión de
nuestros padres, de amor a la patria, al soberano y a la constitución; de
respeto a las jerarquías, a las leyes y a los depositarios de la autoridad; de
fidelidad conyugal, de amor paterno, de ternura y obediencia filial; un teatro
que presente príncipes buenos y magnánimos, magistrados humanos e
incorruptibles, ciudadanos llenos de virtud y de patriotismo, prudentes y
celosos padres de familia, amigos fieles y constantes; en una palabra, hombres
heroicos y esforzados, amantes del bien público, celosos de su libertad y sus
derechos y protectores de la inocencia y acérrimos perseguidores de la
iniquidad. Un teatro, en fin, donde no sólo aparezcan castigados con atroces
escarmientos los caracteres contrarios a estas virtudes, sino que sean también
silbados y puestos en ridículo los demás vicios y extravagancias que turban y
afligen a la sociedad: el orgullo y la bajeza, la prodigalidad y la avaricia,
la lisonja y la hipocresía, la supina indiferencia religiosa y la supersticiosa
credulidad, la locuacidad e indiscreción, la ridícula afectación de nobleza, de
poder, de influjo, de sabiduría, de amistad y, en suma, todas las manías, todos
los abusos, todos los malos hábitos en que caen los hombres cuando salen del
sendero de la virtud, del honor y de la cortesanía por entregarse a sus
pasiones y caprichos.
Gaspar Melchor de
Jovellanos, Memoria sobre espectáculos y
diversiones públicas.
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en el texto los siguientes recursos: enumeraciones, paralelismo, interrogación
retórica. Y explica qué se consigue con
estos recursos.